El arca sobrecargada by Gerald Durrell
autor:Gerald Durrell
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Viajes
publicado: 1953-08-09T23:00:00+00:00
7. Driles, bailes y tambores
Proveer a todas las aves insectívoras de suficiente alimento vivo era un gran problema y lo superé de la siguiente manera. Contraté a una cuadrilla de unos veinte niños, los equipé con botellas y los mandé a cazar saltamontes. Se les pagaba por los resultados, no por el tiempo empleado. Un penique por treinta insectos era el precio habitual. Otro grupo de niños se dedicaba a adentrarse en la selva y recoger los curiosos nidos de termitas con forma de gigantescas setas que crecían en los lugares oscuros. Estos nidos, hechos de duro barro marrón, se abrían sobre una lona y de la red de túneles y pasadizos de dentro salían miles de minúsculas termitas y sus gordas larvas blancas. Lo que les encantaba a los pájaros eran estas blandas y rollizas larvas. Estos nidos se podían guardar durante unas veinticuatro horas antes de que las termitas, protegidas por la noche (pues huyen del sol) los evacuaran, de forma que en un rincón del recinto de los animales siempre había un montón de nidos de termitas recién cogidos listos para dar de comer y a lo largo del día llegaba al campamento una multitud de niños de tripa hinchada llevando en la cabeza estas cosas con forma de seta. Había algo extraño, como de gnomo, en una fila de estos niños que iban serpenteando por la selva hacia el campamento, con las setas colocadas sobre las rizadas cabezas, riendo y charlando con sus vocecitas agudas.
Con frecuencia estos cazadores de termitas encontraban otros animales mientras estaban en la selva y entonces traían triunfalmente a estos especímenes cuando aparecían con los nidos. Lo que se encontraban con mayor frecuencia eran los camaleones, y estaban totalmente convencidos de que eran venenosos y los llevaban temerosamente en el extremo de un largo palo, chillando con fuerza si el reptil hacía cualquier movimiento en su dirección. El camaleón más corriente que encontraban era el del tipo crestado, un animal de unos veinte centímetros de largo, por lo general de un vivo color verde hoja. Esta especie era muy batalladora y cuando se los cogía pasaban de verde brillante a gris sucio, cubierto de horribles manchas marrones. Abriendo la boca de par en par se balanceaban de un lado a otro, silbando con fuerza. Si se los cogía cuando estaban así se volvían sin vacilar y pegaban un buen mordisco, aunque no lo bastante como para hacer sangre. Silbando y balanceándose, girando sin parar los ojos protuberantes en un esfuerzo por ver en todas direcciones al mismo tiempo, estos monstruos prehistóricos en miniatura entraban en el campamento, aferrándose desesperadamente al extremo del palo con sus garras de loro.
Fueron los cazadores de termitas los que me trajeron mi primer camaleón tricórnido, un animal tan fantástico que al principio apenas podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Era más pequeño que el crestado y de constitución más esbelta. Le faltaba el gran casco de la cabeza, adornado con las cuentas de piel de color azul brillante, que lucía el crestado y sus colores eran más apagados y suaves.
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